lunes, 30 de septiembre de 2013

Ágora de amor




Ilustración; Gonzalo Torné.


Como diamantes engarzados dos cuerpos dibujan un arcoíris en la noche.
Impregnados de amor pintan con las manos sueños de futuro.
Sus almas acompasadas son la esencia pura de los sentidos.
El silencio, a la vez aliado y enemigo los rodea.
Un destino incierto los guía a ciegas por el mismo camino. 




Verónica Grau.                                                                                                           

jueves, 19 de septiembre de 2013

Juego de niños II

La Guerra Civil  había acabado. La vida de Ricardo continuaba, ahora  las sirenas ya no sonaban a todas horas y ya no tenía que correr a esconderse. No de las sirenas: pronto descubriría a su nuevo enemigo.

Ricardo tenía  un nuevo hermanito, Rafael, un bebé de mejillas sonrosadas, inquieto y tragón. La comida escaseaba en casa, y por mucho esfuerzo que sus padres hacían no era suficiente. Así que Ricardo alternaba el colegio con un nuevo juego. Cada día  al volver a casa empezaba la tarea. Cogía granos de trigo y los molía, luego los cernía para separar la harina del salvado. Repartía la harina en sacos de 15 o 20 kg dejándolos preparados para que su madre hiciera el estraperlo.  Al anochecer, su madre los llevaba a un horno que había en el pueblo, donde la dueña, la señora Luisa, a cambio de unos cuantos kilos de harina se los devolvía convertidos en pan. Antes de que amaneciera su madre volvía a recogerlos. Luego en casa lo cambiaba a los vecinos por arroz, aceite, leche, huevos… Cualquier alimento era bueno para dar a sus hijos. También lo vendía para volver a comprar trigo y repetir la cadena.

Una de esas noches su madre salió con los sacos hacia el horno. El camino era largo y difícil. Al peligro de ser detenida por los guardias se añadía el de las personas que movidas por el hambre eran capaz de cualquier cosa. Cuando atravesaba una zona de arboleda vio una pareja de la Guardia Civil y rápidamente se echó al suelo escondiéndose entre unos matorrales. Fue arrastrándose en silencio, las piedras del camino hicieron magulladuras en sus piernas, pero aún así continuaba avanzando. No podía permitir que la descubrieran y le requisaran  los sacos de harina que tanto trabajo le habían costado a su pequeño y mucho menos que la detuvieran.
 De repente uno de los guardias la vio y corrió hacia ella. La mujer, con las piernas y el cuerpo dolorido,  se levantó y comenzó a correr con los sacos en su espalda— ¡Alto a la guardia civil!—le gritó uno de ellos. Ella corría sin mirar atrás. Sacaron el arma — ¡Alto, deténgase o disparo!— No hubo más avisos,  dispararon contra ella. La bala pasó rozando el brazo, le produjo una herida y se vio obligada a soltar uno de los sacos. Llegó hasta uno de los refugios, corrió a través del laberinto de pasadizos y allí pudo despistarlos. Después, a pesar de su estado y del miedo que había pasado, continuó su camino y entregó la harina.  Volvió a casa dando un gran rodeo para evitar encontrárselos de nuevo.

En casa esperaba Ricardo cuidando de sus dos hermanos, extrañado y nervioso por la tardanza de su madre. Su padre trabajaba hasta muy tarde,  enlazando un trabajo con otro y llegaba a casa de madrugada. Cuando Ricardo vio a su madre aparecer por la puerta llorando se dio cuenta de que estaba sangrando;  sintió un dolor que le oprimía el pecho, y sin poder articular palabra solo acertó a exclamar: -¡Madre! No hacía falta más, su mirada lo decía todo. —No pasa nada Ricardo, tranquilo me pondré bien—le susurró al oído mientras lo abrazaba con fuerza. 
El pequeño Ricardo no podía evitar las lágrimas. Lo intentaba, tragaba saliva una y otra vez intentando deshacer el nudo que sentía en su garganta. Pero era inútil. Por una vez desobedeció algo que su padre le había dicho siempre: — Los hombres valientes y fuertes no lloran jamás.

Después de acostar a sus hermanos pequeños, Ricardo ayudó a su madre a curar las heridas, mientras esta le explicaba lo sucedido. —No le digas a tu padre que me han disparado, la herida es leve y no se dará cuenta. No quiero que se enfrente a ellos, lo matarían— le rogó su madre con lágrimas en los ojos. —Esta bien madre, no diré nada, pero no volverás hacerlo más. Yo ya soy mayor, tengo nueve años madre, puedo cargar los sacos y a mí no me verán entre los matorrales. — ¡No Ricardo es muy peligroso!—exclamó su madre. —Más lo es para ti. Si tú faltas, si te detienen o te pasa algo… ¿qué será de mis hermanos? Padre no puede ocuparse de ellos. Yo iré, soy rápido y fuerte… ya lo verás, madre. Déjame demostrártelo —dijo Ricardo sonriendo y mostrando a su madre la fuerza de su  pequeño brazo.

A pesar de que ella sabía lo peligroso que era también sabía que su hijo tenía razón. Un niño pasaría más desapercibido que un adulto ante los ojos de los guardias. Así que antes del amanecer Ricardo se levantó y sin miedo a nada, como si de un juego se tratara, se vistió, se calzó sus viejas botas y después de besar a su madre partió hacia horno en busca de los sacos de pan.

Todo el pueblo estaba solitario, solo quedaban algunas personas que como él intentaban sobrevivir a tanta miseria. Llegó a su destino sin problemas y contento, muy contento. Se sentía orgulloso de ayudar en casa, le hacía sentirse grande, tan grande como lo era su corazón.
 La cara de sorpresa de la dueña del horno al abrir la puerta y verlo hizo sonreír a Ricardo. Le dijo: —Hola, señora Luisa, vengo a buscar los sacos que trajo mi madre anoche. — ¿Cómo piensas llevártelos  si son más grandes y pesados que tú?—dijo la señora mientras lo miraba de arriba abajo.  No podía creer que un niño tan menudo pudiera con esa carga. —Mire, señora Luisa… soy fuerte, muy fuerte, me paso horas con mis dos hermanos en brazos y el pequeño Rafael pesa mucho, es un glotón... Si puedo con ellos puedo con esos sacos. Además, no dejaré que mi madre corra ningún peligro nunca más—.  Dicho esto se cargó los sacos a su pequeña pero fuerte espalda y corrió tanto como el peso le permitía.
 Con cuidado pasó el tramo donde siempre acostumbraba a estar la pareja de guardias. Ricardo llegó a casa cansado pero orgulloso de su hazaña. — ¡Ya estoy aquí, padre! ¿Te ha contado madre donde he ido?— Sí pequeño, eres todo un hombre— exclamó su padre mientras lo levantaba en el aire  sonriéndole y llenándolo de besos. Las muestras de afecto de sus padres eran para él la mejor recompensa a su trabajo. A la mañana siguiente, el colegio le esperaba. Desayunó y se marchó más contento que nunca.

Los años fueron pasando y Ricardo cada día iba tomando más forma de hombre. Su cuerpo crecía como tal; las responsabilidades ya las asumió desde niño. Sus padres lograron con esfuerzo y sacrificio comprar ganado. Siempre emprendedores, con fuerza y voluntad iban sacando a su familia adelante. 
Llegó el momento en que Ricardo acabó sus estudios obligatorios. Uno de sus maestros ofreció a sus padres ayudarles económicamente para que pudiera seguir con los estudios fuera del pueblo. Vio en él a un niño inteligente capaz de acabar con éxito una carrera. Pero sus padres no podían permitirse quedarse sin su hijo mayor, lo necesitaban  para que les ayudara con el ganado. Aquí empezó una nueva etapa en la vida de Ricardo.
Acabó  su juego de niños. La adolescencia le esperaba para seguir trabajando duro, de sol a sol. Mientras, sus sueños se quedaban entre las verdes montañas y el cielo azul de un pequeño pueblo.


Verónica Grau.


Fotografía: Manel Subirats.  http://instagram.com/msubirats

Mis agradecimientos a, Manel Subirats, por permitirme utilizar sus magníficas fotografías para acompañar mis textos. A  Víctor Sáez de Torregrosa, por sus recomendaciones para mejorar mis relatos y a Gonzalo Torné por su incondicional apoyo y su amistad.


martes, 17 de septiembre de 2013

Juego de niños

Año 1936. El 18 de julio estallaba  la Guerra Civil Española. Un número todavía incierto,  aproximadamente un millón de personas,  fueron  víctimas, todas ellas sin sentido. Unas en combate, otras ejecutadas y las que no cuentan las estadísticas que murieron de hambre, enfermedades y de pena  por las duras situaciones en las que se hallaban. En cada hogar había una tragedia personal. Esta es la historia de uno de tantos niños que pasaron su niñez jugando sin jugar entre alarmas y bombas.

Ricardo tenía tres años y medio cuando todo empezó. Vivía en un pueblo cercano a  Barcelona con sus padres y una hermana menor que él. Su padre tuvo que irse al frente mientras su madre hacia lo imposible por sacar a sus hijos adelante. El primer juguete que tuvo Ricardo fue su hermana Gloria. Él era encargado de cuidarla y alimentarla mientras su madre salía a trabajar. Las palabras que su padre le dijo antes de marcharse quedaron grabadas en su memoria: — Ahora eres el hombre de la casa, cuida de ellas, pequeño, hasta que yo vuelva.

En el pueblo había una fábrica que durante la guerra  se utilizaba para hacer armamento,  y por ello eran habituales los bombardeos. Lo primero que aprendió Ricardo fue a identificar el sonido de “La Pava”, que así llamaban al bombardero que sobrevolaba el pueblo. Entonces, como su madre le había enseñado y como si de un juego se tratara, estuviera donde estuviera al oírla tenía que correr a cobijarse a casa o  al refugio más cercano.

En una ocasión Ricardo jugaba con sus amigos lejos de su vivienda.  De repente, las alarmas sonaron y todos corrían a sus casas. Ricardo y sus amigos no sabían dónde ir, pues el refugio más cercano estaba lejos y “La Pava” sonaba cada vez más cerca. Una anciana los llamó —  ¡Rápido, pequeños, venid! — Asustados corrieron a casa de la anciana, que los llevó a un gallinero que hacía las veces de refugio — ¡Vamos,  a prisa! buscad unos palitos y ponéoslos en la boca, mordedlos y no los soltéis hasta que yo os diga —. Con los ojos cerrados y mordiendo con fuerza aquel palo permanecieron todos hasta oír la explosión. Después el silencio…
La anciana empezó a gritar entre arcadas. — ¡Agsss…  qué asco, Dios mío! ¡No! —todos la miraban asombrados y asustados sin saber muy bien qué pasaba. — ¿Está bien señora? ¿Qué le pasa? — preguntó Ricardo a la anciana. Ella contestó entre aspavientos: — ¡Lo que me metí en la boca era un palo acompañado de mierda de gallina! — Los pequeños rompieron la tensión del momento con enormes carcajadas, convirtiendo un duro episodio en una divertida anécdota.

Pero no siempre eran anécdotas divertidas que recordar. Ricardo empezó a ir a la escuela, algo que le hacía feliz. Estar con niños de su edad y aprender, que además era fácil para él, era un niño  inteligente y aplicado. El camino a la escuela era largo y difícil para un niño tan pequeño, pero Ricardo era fuerte y no temía a nada. Cada mañana pasaba  por casa de unos amigos, un niño de su edad, Manuel, y su hermana menor, Sofía;  juntos continuaban el camino hacia la escuela. Un día de tantos, al volver a casa, las alarmas comenzaron a sonar, cuando pasaban cerca de la fábrica, así que la situación era más peligrosa si cabe. — ¡Las sirenas! ¡”La Pava”,   que viene”La Pava”! ¡Corred, Manuel, Sofía vamos al refugio!— Ricardo corrió a toda prisa, pero al mirar hacia atrás vio a los hermanos cobijarse en un paso subterráneo, les gritó: — ¡No, ahí no, es peligroso, vamos al refugio! — Pero no le hicieron caso. Asustados Manuel y Sofía se acurrucaron bajo tierra. Ricardo dudó por un momento si retroceder e ir con ellos, pero recordó las palabras de su madre y optó por seguir hasta el refugio. El sonido de las bombas era devastador, más todavía debido a la cercanía de la fábrica. Una de las bombas fue a caer en la boca del paso subterráneo. La onda expansiva destrozó a los dos hermanos, Manuel y Sofía, que murieron en el acto. Una vez pasado el ataque, Ricardo corrió a buscar a sus amigos, se hizo paso a través de las personas que taponaban la entrada del túnel y la escena que sus ojos vieron fue una herida más en su corazón.

Sus días transcurrían entre las obligaciones en la escuela y en casa. En sus pocos momentos libres soñaba…  Un día uno de esos sueños se hizo realidad. En su cumpleaños recibió de su madre el juguete que siempre había deseado, un caballo. Era un caballo precioso y grande, parecía real al menos para sus ojos de niño.  Momentos llenos de felicidad para él, enseñándolo a sus amigos, instantes de alegría que atemperaban una dura realidad. Daba de comer a su hermana, la bañaba y hacía las tareas de casa, todo bajo la mirada de su caballo. Por las noches cuando todos dormían, Ricardo, se imaginaba galopando a lomos de su preciado e inseparable amigo. En una mano las riendas, en la otra una poderosa y mágica espada de madera. Gritaba en silencio los nombres de sus amigos, Manuel y Sofía, apuntaba al cielo, pues allí es donde le habían dicho que estaban e imaginaba que regresaban a su lado. Se sentía un héroe, el héroe que iba acabar con la guerra y traer a su padre sano y salvo a casa. Cuando el cansancio le vencía volvía a la realidad,  una sensación de tristeza le embargaba, acariciaba a su amigo y se dormía. Así noche tras noche… Y llegó el día en que pensó que su caballo tendría sed y que debía lavarlo para mantenerlo reluciente. Cuál sería su sorpresa cuando al sumergirlo en el agua vio como se deshacía convirtiéndose en tan solo unos pocos trozos de cartón, ni rastro de su compañero de aventuras. De la sorpresa a la desilusión y a la tristeza por la pérdida de su fiel amigo. Algo más para relatar a su añorado padre al que cada noche recordaba. Pero Ricardo era fuerte, la vida lo había hecho fuerte.

Una mañana,  cuando todavía se desperezaba para empezar un nuevo día, oyó las voces agitadas de un grupo de personas. Se asomó a la ventana, pero no lograba ver nada. Se colocó rápidamente sus pantalones cortos de pana, su camisa, sus calcetines largos hasta la rodilla y sus zapatos algo desgastados. Se peinó minuciosamente la raya como su madre le había enseñado y salió a la calle. Observó entonces cómo cientos de soldados tomaban las calles, entrando por varios frentes concentrándose en medio del pueblo. Las tropas franquistas hicieron parada en la pequeña villa usando el colegio como cuartel, para luego avanzar a tomar la capital. Ricardo lo observaba todo ajeno a lo que significaba. Todo era como un juego, un desfile de soldados luciendo uniformes y fusiles.


Poco después disfrutaría de una de sus mayores alegrías. Una tarde del mes de abril de 1939 su padre volvía a casa sano y salvo. La guerra había acabado. Ricardo era, en esos momentos, un niño afortunado comparado con las muchas familias que habían quedado destrozadas. La alegría fue efímera, los primeros años de la posguerra fueron muy duros. El hambre, la pobreza, la falta de libertad y la dictadura militar a la que fueron sometidos hizo sumir al pueblo de nuevo en la tragedia. Ricardo siguió creciendo jugando a trabajar.


Fotografía: Manel Subirats. http://instagram.com/msubirats