Año
1936. El 18 de julio estallaba la Guerra
Civil Española. Un número todavía incierto,
aproximadamente un millón de personas,
fueron víctimas, todas ellas sin
sentido. Unas en combate, otras ejecutadas y las que no cuentan las
estadísticas que murieron de hambre, enfermedades y de pena por las duras situaciones en las que se
hallaban. En cada hogar había una tragedia personal. Esta es la historia de uno
de tantos niños que pasaron su niñez jugando sin jugar entre alarmas y bombas.
Ricardo
tenía tres años y medio cuando todo empezó. Vivía en un pueblo cercano a Barcelona con sus padres y una hermana menor
que él. Su padre tuvo que irse al frente mientras su madre hacia lo imposible
por sacar a sus hijos adelante. El primer juguete que tuvo Ricardo fue su
hermana Gloria. Él era encargado de cuidarla y alimentarla mientras su madre
salía a trabajar. Las palabras que su padre le dijo antes de marcharse quedaron
grabadas en su memoria: — Ahora eres el hombre de la casa, cuida de ellas,
pequeño, hasta que yo vuelva.
En el
pueblo había una fábrica que durante la guerra
se utilizaba para hacer armamento,
y por ello eran habituales los bombardeos. Lo primero que aprendió
Ricardo fue a identificar el sonido de “La Pava”, que así llamaban al bombardero
que sobrevolaba el pueblo. Entonces, como su madre le había enseñado y como si
de un juego se tratara, estuviera donde estuviera al oírla tenía que correr a
cobijarse a casa o al refugio más
cercano.
En una
ocasión Ricardo jugaba con sus amigos lejos de su vivienda. De repente, las alarmas sonaron y todos
corrían a sus casas. Ricardo y sus amigos no sabían dónde ir, pues el refugio
más cercano estaba lejos y “La Pava” sonaba cada vez más cerca. Una anciana los
llamó — ¡Rápido, pequeños, venid! — Asustados
corrieron a casa de la anciana, que los llevó a un gallinero que hacía las
veces de refugio — ¡Vamos, a prisa!
buscad unos palitos y ponéoslos en la boca, mordedlos y no los soltéis hasta
que yo os diga —. Con los ojos cerrados y mordiendo con fuerza aquel palo
permanecieron todos hasta oír la explosión. Después el silencio…
La
anciana empezó a gritar entre arcadas. — ¡Agsss… qué asco, Dios mío! ¡No! —todos la miraban
asombrados y asustados sin saber muy bien qué pasaba. — ¿Está bien señora? ¿Qué
le pasa? — preguntó Ricardo a la anciana. Ella contestó entre aspavientos: —
¡Lo que me metí en la boca era un palo acompañado de mierda de gallina! — Los
pequeños rompieron la tensión del momento con enormes carcajadas, convirtiendo
un duro episodio en una divertida anécdota.
Pero no
siempre eran anécdotas divertidas que recordar. Ricardo empezó a ir a la
escuela, algo que le hacía feliz. Estar con niños de su edad y aprender, que
además era fácil para él, era un niño
inteligente y aplicado. El camino a la escuela era largo y difícil para
un niño tan pequeño, pero Ricardo era fuerte y no temía a nada. Cada mañana
pasaba por casa de unos amigos, un niño
de su edad, Manuel, y su hermana menor, Sofía;
juntos continuaban el camino hacia la escuela. Un día de tantos, al
volver a casa, las alarmas comenzaron a sonar, cuando pasaban cerca de la
fábrica, así que la situación era más peligrosa si cabe. — ¡Las sirenas! ¡”La
Pava”, que viene”La Pava”! ¡Corred,
Manuel, Sofía vamos al refugio!— Ricardo corrió a toda prisa, pero al mirar
hacia atrás vio a los hermanos cobijarse en un paso subterráneo, les gritó: —
¡No, ahí no, es peligroso, vamos al refugio! — Pero no le hicieron caso.
Asustados Manuel y Sofía se acurrucaron bajo tierra. Ricardo dudó por un
momento si retroceder e ir con ellos, pero recordó las palabras de su madre y
optó por seguir hasta el refugio. El sonido de las bombas era devastador, más
todavía debido a la cercanía de la fábrica. Una de las bombas fue a caer en la
boca del paso subterráneo. La onda expansiva destrozó a los dos hermanos,
Manuel y Sofía, que murieron en el acto. Una vez pasado el ataque, Ricardo
corrió a buscar a sus amigos, se hizo paso a través de las personas que
taponaban la entrada del túnel y la escena que sus ojos vieron fue una herida
más en su corazón.
Sus
días transcurrían entre las obligaciones en la escuela y en casa. En sus pocos
momentos libres soñaba… Un día uno de
esos sueños se hizo realidad. En su cumpleaños recibió de su madre el juguete
que siempre había deseado, un caballo. Era un caballo precioso y grande,
parecía real al menos para sus ojos de niño.
Momentos llenos de felicidad para él, enseñándolo a sus amigos,
instantes de alegría que atemperaban una dura realidad. Daba de comer a su
hermana, la bañaba y hacía las tareas de casa, todo bajo la mirada de su
caballo. Por las noches cuando todos dormían, Ricardo, se imaginaba galopando a
lomos de su preciado e inseparable amigo. En una mano las riendas, en la otra
una poderosa y mágica espada de madera. Gritaba en silencio los nombres de sus
amigos, Manuel y Sofía, apuntaba al cielo, pues allí es donde le habían dicho
que estaban e imaginaba que regresaban a su lado. Se sentía un héroe, el héroe que
iba acabar con la guerra y traer a su padre sano y salvo a casa. Cuando el
cansancio le vencía volvía a la realidad, una sensación de tristeza le embargaba,
acariciaba a su amigo y se dormía. Así noche tras noche… Y llegó el día en que
pensó que su caballo tendría sed y que debía lavarlo para mantenerlo
reluciente. Cuál sería su sorpresa cuando al sumergirlo en el agua vio como se
deshacía convirtiéndose en tan solo unos pocos trozos de cartón, ni rastro de
su compañero de aventuras. De la sorpresa a la desilusión y a la tristeza por
la pérdida de su fiel amigo. Algo más para relatar a su añorado padre al que
cada noche recordaba. Pero Ricardo era fuerte, la vida lo había hecho fuerte.
Una
mañana, cuando todavía se desperezaba
para empezar un nuevo día, oyó las voces agitadas de un grupo de personas. Se
asomó a la ventana, pero no lograba ver nada. Se colocó rápidamente sus
pantalones cortos de pana, su camisa, sus calcetines largos hasta la rodilla y
sus zapatos algo desgastados. Se peinó minuciosamente la raya como su madre le
había enseñado y salió a la calle. Observó entonces cómo cientos de soldados
tomaban las calles, entrando por varios frentes concentrándose en medio del
pueblo. Las tropas franquistas hicieron parada en la pequeña villa usando el
colegio como cuartel, para luego avanzar a tomar la capital. Ricardo lo
observaba todo ajeno a lo que significaba. Todo era como un juego, un desfile
de soldados luciendo uniformes y fusiles.
Poco
después disfrutaría de una de sus mayores alegrías. Una tarde del mes de abril
de 1939 su padre volvía a casa sano y salvo. La guerra había acabado. Ricardo
era, en esos momentos, un niño afortunado comparado con las muchas familias que
habían quedado destrozadas. La alegría fue efímera, los primeros años de la
posguerra fueron muy duros. El hambre, la pobreza, la falta de libertad y la
dictadura militar a la que fueron sometidos hizo sumir al pueblo de nuevo en la
tragedia. Ricardo siguió creciendo jugando a trabajar.
Fotografía: Manel Subirats. http://instagram.com/msubirats |
He començat per la 2a part, pero en aquest cas com en les matemàtiques, l'ordre no altera el producte... m'ha captivat ! Nomes una pega: en vull més!! Hi haurà 3ra part? Felicitats!
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